domingo, 4 de enero de 2015

Inconcluso

(Una vez intenté escribir algo más largo de lo que acostumbro y jamás lo terminé, esto es lo que salió de ese intento)

1

Llevaba diez minutos discutiendo con el barman que atendía ese boliche de mala muerte. Él estaba muy borracho, y el barman no quería servirle otro whisky. Se negó cinco minutos más hasta que Fernando desistió y salió de ese sucucho. Eran cerca de las tres de la mañana y no tenía dónde ir. Lo había perdido todo. O al menos todo que a él le importaba. Bueno, nada le importaba más que el trago, pero podríamos decir que perdió todo lo que le importada después que el copete. Los dos años de rehabilitación no fueron suficiente. Lo único que pensaba en ese momento era encontrar otro boliche para seguir tomando, o –por último- alguna botillería para comprar algo y terminar tomando en la cuneta, como muchas de las noches de los últimos meses.

Al amanecer, y con una botella de whisky barato tirada a su lado vio pasar a las primeras personas en la calle. Esas que despiertan cuando aún está oscuro, que tienen que salir dos horas antes de sus casas para poder llegar a tiempo al trabajo. Por supuesto, Fernando no sabía dónde estaba. La caña no dejaba que se moviera, por lo que desistió de preguntarle a alguna de las personas que pasaban en qué lugar estaba. Cerró sus ojos para tratar de dormir un rato más. En una de esas se me quita esta hueá, pensó.

Deben haber pasado unos cinco minutos, y Fernando aún no podía dormir. Los malos recuerdos transitaban por su cabeza, como un río que se seca, pero él se negaba a que estos se perdieran. Le dolía todo. Sentía que lo que había pasado no era su culpa. Culpaba a sus viejos, que ya no estaban con él. Que lo habían echado de la casa. Culpaba a sus hijos, que no le dirigían la palabra hace dos meses.

Hace dos meses había vuelto a tomar. Hace dos meses lo habían echado de su casa. Después de la rehabilitación pudo estar un mes sin tomar. Un mes en que todo estuvo bien. Se sentía feliz, o feliz dentro de lo que un borracho puede estar sin un copete. Pero no sabía que ese estado le iba a durar tan poco.

Fue en los años en que el cerdo fascista estaba al mando, pero el problema de su adicción no tenía nada que ver con él. Fue en el sur. En la casa del campo de su abuelo. Bueno, no tan al sur. Cerca de Longaví. El viejo tenía la costumbre de tomar mate. Al desayuno, después de almuerzo, a la once y después de la cena. Tomaba mate todo el día. Después de la muerte de su esposa tenía que estar pendiente de tener agua caliente para preparar sus infusiones. Mate con cedrón era su favorito. A Fernando no le gustaba. Prefería el mate dulce y con leche –lo que encuentro que es una aberración-, pero con su abuelo tenía que compartir el mate con cedrón. Venía de jugar una pichanga con alguno de los vecinos, nietos e hijos de los amigos de su abuelo. Los mismos viejos con los que jugaba ajedrez en la junta de vecinos.

La pichanga la había ganado el equipo de Fernando, con un contundente seis a uno. Fernando no había hecho ningún gol. Tampoco había participado en las jugadas de los goles. Fernando jugaba atrás. Era malo, además era flojo. Le cargaba correr. Por esto era que siempre lo escogían al último en los equipos. El descuento del otro equipo fue culpa de él. Todo su equipo se le tiró encima, a pesar de ir ganando, era terrible que les hicieran un gol. Fernando no entendía eso. Era segunda vez que veía a esos cabros. 


En un momento se acabó el agua para cebar el mate y el abuelo mandó a Fernando a buscar agua caliente. La tetera de aluminio estaba puesta sobre la cocina a leña. Fernando quitó la tetera de la cocina y la puso sobre la encimera. Buscando un termo en los estantes bajo la encimera, hizo algún movimiento con el que movió el mueble. Después sólo se escuchaban gritos. Gritos y el ruido de la tetera rebotando en el piso de cerámica.


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