(Una vez intenté escribir algo más largo de lo que acostumbro y jamás lo terminé, esto es lo que salió de ese intento)
1
Llevaba diez
minutos discutiendo con el barman que atendía ese boliche de mala muerte. Él
estaba muy borracho, y el barman no quería servirle otro whisky. Se negó cinco
minutos más hasta que Fernando desistió y salió de ese sucucho. Eran cerca de
las tres de la mañana y no tenía dónde ir. Lo había perdido todo. O al menos
todo que a él le importaba. Bueno, nada le importaba más que el trago, pero
podríamos decir que perdió todo lo que le importada después que el copete. Los
dos años de rehabilitación no fueron suficiente. Lo único que pensaba en ese
momento era encontrar otro boliche para seguir tomando, o –por último-
alguna botillería para comprar algo y terminar tomando en la cuneta, como muchas
de las noches de los últimos meses.
Al amanecer, y
con una botella de whisky barato tirada a su lado vio pasar a las primeras
personas en la calle. Esas que despiertan cuando aún está oscuro, que tienen
que salir dos horas antes de sus casas para poder llegar a tiempo al trabajo.
Por supuesto, Fernando no sabía dónde estaba. La caña no dejaba que se moviera,
por lo que desistió de preguntarle a alguna de las personas que pasaban en qué
lugar estaba. Cerró sus ojos para tratar de dormir un rato más. En una de esas
se me quita esta hueá, pensó.
Deben haber
pasado unos cinco minutos, y Fernando aún no podía dormir. Los malos recuerdos
transitaban por su cabeza, como un río que se seca, pero él se negaba a que
estos se perdieran. Le dolía todo. Sentía que lo que había pasado no era su culpa.
Culpaba a sus viejos, que ya no estaban con él. Que lo habían echado de la
casa. Culpaba a sus hijos, que no le dirigían la palabra hace dos meses.
Hace dos meses
había vuelto a tomar. Hace dos meses lo habían echado de su casa. Después de la
rehabilitación pudo estar un mes sin tomar. Un mes en que todo estuvo bien. Se
sentía feliz, o feliz dentro de lo que un borracho puede estar sin un copete.
Pero no sabía que ese estado le iba a durar tan poco.
Fue en los
años en que el cerdo fascista estaba al mando, pero el problema de su adicción
no tenía nada que ver con él. Fue en el sur. En la casa del campo de su abuelo.
Bueno, no tan al sur. Cerca de Longaví. El viejo tenía la costumbre de tomar
mate. Al desayuno, después de almuerzo, a la once y después de la cena. Tomaba
mate todo el día. Después de la muerte de su esposa tenía que estar pendiente
de tener agua caliente para preparar sus infusiones. Mate con cedrón era su
favorito. A Fernando no le gustaba. Prefería el mate dulce y con leche –lo que
encuentro que es una aberración-, pero con su abuelo tenía que compartir el
mate con cedrón. Venía de jugar una pichanga con alguno de los vecinos, nietos
e hijos de los amigos de su abuelo. Los mismos viejos con los que jugaba ajedrez en la junta de vecinos.
La pichanga la
había ganado el equipo de Fernando, con un contundente seis a uno. Fernando no
había hecho ningún gol. Tampoco había participado en las jugadas de los goles.
Fernando jugaba atrás. Era malo, además era flojo. Le cargaba correr. Por esto
era que siempre lo escogían al último en los equipos. El descuento del otro
equipo fue culpa de él. Todo su equipo se le tiró encima, a pesar de ir
ganando, era terrible que les hicieran un gol. Fernando no entendía eso. Era
segunda vez que veía a esos cabros.
En un momento
se acabó el agua para cebar el mate y el abuelo mandó a Fernando a buscar agua
caliente. La tetera de aluminio estaba puesta sobre la cocina a leña. Fernando
quitó la tetera de la cocina y la puso sobre la encimera. Buscando un termo en
los estantes bajo la encimera, hizo algún movimiento con el que movió el
mueble. Después sólo se escuchaban gritos. Gritos y el ruido de la tetera
rebotando en el piso de cerámica.
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