viernes, 18 de abril de 2014

Pascuala

Te fuiste. Hacía tiempo que me venía haciendo la idea, pero, en verdad, nunca lo hice. Aún no lo acepto. Tengo más pena que la mierda. Estuviste casi catorce años conmigo. Haciendo maldades, ladrándole a toda persona que no viviese en la casa. Incluso a mis familiares. Fuiste confidente, igual es extraña esa hueá de hablarle a un perro, pero, a veces, sentía que me entendías. Siempre me acuerdo cuando te llevábamos al Parque Intercomunal, corrías libre, feliz. Terminabas cansada, y cuando te echabas en el pasto, me echaba contigo. Me apoyaba en tu panza y mi cabeza se movía al ritmo de tu respiración agitada. Te decíamos la almohada vibradora por eso. Cuando te llevaron a la oficina de mi abuelo para que cuidaras, te íbamos a visitar sagradamente cada domingo. Nos recibías llorando, contenta. No te contenías la alegría y te hacías pipí frente a nosotros. Pero el destino -es un decir, no creo en el destino- quiso que volviéramos a vivir juntos. Nos fuimos a vivir a la oficina de mi abuelo, bueno, al lado, así que volvimos a estar juntos. Corríamos por el galpón, obviamente siempre ganabas. Eras la primera en llegar al portón. La primera en subir a la camioneta cuando veías que íbamos a salir. Es que te encantaba que te sacáramos a pasear. Te gustaba poner tu cara al viento con la lengua afuera, ladrarle a los flaites -y a cualquier persona que te pareciera rasca- y a la gente que pasaba en bicicleta al lado de la camioneta. Nunca quisiste cruzarte, pero llegaron los dos perritos chicos y los criaste como si fueses su madre. Bueno, al principio te los querías comer, pero son detalles. Te gustaba meterte al camarín de los gallos que trabajaban con mi abuelo y sacarles los zapatos, se los hacías mierda y siempre te terminaban retando. Sabías que habías hecho algo malo y escondías la cola entre las piernas y agachabas la cabeza, hasta te escondías antes que te retaran. Después te pusiste vieja, lógico. Tus caderas se pusieron malas y yo me fui de esa casa. Pero igual te iba a ver siempre que podía. A veces no te parabas de lo cansada que estabas, a veces, hacías el esfuerzo y te acercabas, te echabas para que te rascara la guata y como siempre, movías la pata. Hoy fui al patio y ya no estabas. No pude hacerte cariño por última vez. Ojalá exista el cielo de los perros para que estés allá pasándola bien, corriendo y con alguien que te rasque la guata. Puta que te voy a extrañar, Pascuala.