martes, 25 de octubre de 2016

Escala de grises

Aparece de vez en cuando sacando ese momento a los rincones más someros de la memoria. Esa frágil, ¡e impredecible!, capacidad que tenemos de recordar situaciones pasadas. Así, en blanco y negro, sale a flote cual madero en un mar tormentoso, esa foto. En escala de grises, que podrían mostrar tristeza, o algún sentimiento de esa índole. Pero los grises tienen otro matiz. Y es que el recuerdo está gobernado de felicidad. Apareces contento. Con una sonrisa que hace olvidar tantos problemas que tenías. La foto la tomé con la cámara que aún conservo. Pero en mi frágil compañera ese momento aparece inalterable. Como si el tiempo no pasara. Un momento congelado, que sale a relucir como cuando en las películas exploradores encuentran un mamut entre los hielos eternos de un glaciar, y al derretirlo el peludo mamífero extinto vuelve a la vida, a perderse en un mundo que le es ajeno, pero al que alguna vez perteneció.

Y ahí estás tú. Congelado en el tiempo y en mis pensamientos. La imagen la puedo describir a la perfección. Tu cara risueña, girada levemente hacia tu hombro derecho, y apoyada en la palma de tu mano diestra. El codo sobre un cojín de ese sillón que no es tan cómodo y el brazo izquierdo extendido se pierde en ese lado de la fotografía. La camisa desabrochada en sus dos botones superiores, dejando al descubierto ese pecho que nunca tuvo pelos. Una abultada panza escondida tras una camisa blanca, que como siempre, llevabas dentro del pantalón. La piernas semi abiertas cubiertas por un pantalón de tela. De esos que siempre usabas, quizás parte de algún terno. De fondo, las murallas de living sin terminar. Con las esquinas cubiertas de pasta muro sin pintar. Y los cuadros colgados en la posición que tienen hasta el día de hoy.

En ese tiempo ya no vivíamos juntos. Y trataba de ir todos los domingos a almorzar contigo y conversar un poco de la vida. Ahí me enseñaste a ponerle un poco de whisky al pisco sour para cambiarle el sabor. En ese momento en que nos dejaban solos en la cocina para preparar el aperitivo en esa coctelera de vidrio, que pasado un rato dejaba que la tapa saliera expulsada por los aires, generando el sonido del descorche de una botella de vino.

Pero al momento en que tomé la foto no estábamos tomando pisco sour. Ese día me ofreciste una piscola. Así que sacamos del refrigerador la botella de Capel, la Coca-Cola, esos hielos grandes que te gustaban, que preparábamos en esa cubetera metálica del año del níspero. Y partimos al living con sendos vasos con uno de los tantos brebajes nacionales. Y así se pasó el rato. Antes mencioné que la memoria es frágil. A pesar de recordar todo esto, no logro dilucidar si fue antes o después de almuerzo. Qué va. Quizás no es relevante dentro de la descripción. Esa fue la única y última piscola que nos tomamos juntos. Después vinieron un par de copas de vino y una que otra cerveza. Fue un momento único. Y tuve la suerte de retratarlo. De capturar un trozo de tu alma, como era la creencia de los antiguos, en una fotografía.

lunes, 17 de octubre de 2016

Cuesta Colliguay

Antes de volver a Santiago tenía que decidirme por alguna ruta en las cercanías de Villa Alemana. Algún lugar al que no había ido. Dentro de mis opciones se encontraban: Concón desde Quillota, La Calera y la Cuesta Colliguay. En vista de que tenía ganas de dejar las piernas en el cerro, opté por la última.

El camino para llegar es sencillo. Desde Villa Alemana uno toma la calle Maturana o desde Peñablanca se va por Bernardo Leighton. Ambas calles de juntan antes de llegar al Tranque Recreo, en la intersección del camino Lo Orozco con la ruta F-560.

Desde el cruce hay que avanzar cerca de 9km en dirección a la ruta 68, para encontrarse con el desvío hacia Los Quillayes. En este sector hay casas bacanes. Antiguas, de adobe y otras que parecen palacios del principio del siglo pasado. Casas de campo. El camino hacia la cuesta, por la ruta F-760, es un constante subir y bajar. Nos son bajadas ni subidas muy pronunciadas ni extensas, pero si pueden jugarle en contra a alguien con no tanta experiencia. La ruta es asfaltada y hay hartos árboles, lo que se agradece en días calurosos como el que me tocó a mí.

Adentrándose 9km por la F-760 uno se encuentra con el Embalse Carrizo y también con el fin del pavimento. Justo en ese punto comienza la cuesta. Ésta tiene una extensión cercana a los 6km y una diferencia de altitud de 400m.  

A mitad de camino subiendo la cuesta Colliguay.
Yo hice el ascenso justo donde empieza el sector que denominan "la M", por la forma que tienen las curvas en ese sector, alcanzando los 625m s.n.m. Lo necesario para tener una linda vista del valle donde nace el famoso Estero Marga Marga (CONAF).


Al fondo, el sector de "la M".

Inicio del sector de "la M" y parada final de mi ascenso. En el valle se puede ver el Embalse Carrizo.
Siempre hay que tomar la consideración de bajar con cuidado en ripio. Pucha que hacía falta un par de alforjas para tener un poco de peso en la cola de la bicicleta. La brisa que sale en la tarde refrescó la bajada y también mi cuerpo insolado.

De vuelta a Villa Alemana pasé a comerme una empanada frita de mariscos, que no estaba tan buena, y en casa me comí mi merecido chacarero con la cerveza respectiva.






domingo, 2 de octubre de 2016

Un poco de pedaleo por la Región de Valparaíso

He aprovechado esta estadía en las cercanías de Villa Alemana para retomar, en parte, las andanzas junto a mi querida Colorina. La nubosidad y el frío de las mañanas no ayudaban mucho a desperezarse y despegar el cuerpo de las sábanas, pero igual lo logré. Las ganas de conocer un poco más la zona eran mayores.

26 de septiembre: Viña del Mar

Los días nublados son un arma de doble filo: el frío hace lo imposible para evitar que uno deje la comodidad del hogar, a su vez, es un agrado darle vuelta a los pedales sin calor. Recordé que hace tiempo que no veía el mar, por lo que el destino más cercano para apreciar su azul inmensidad era Viña del Mar. Decidí tomar la calle Valparaíso -la calle de las micros- y emprender la aventura. Mala idea, considerando que los micreros manejan como malos de la cabeza, a más de la velocidad permitida y sin consideración con los escasos ciclistas que se ven por la vía. La parte más terrible de la ida, fue la bajada que da a 1 Norte, por el Camino Troncal. 

Viña me recibía con una nubosidad total. Un breve descanso en la Avenida Perú y emprendí el retorno a casa. 56km y un desnivel positivo de 782m fueron parte de esta ruta.

Estero Marga Marga, Viña del Mar.

27 de septiembre: Embalse Lliu Lliu


Explorando en Google Maps lugares para pedalear, di con este embalse. Se ubica en las cercanías de Limache, 8km al interior, por la calle Angamos. El paisaje es bonito y el camino entretenido. Muchos colores, aves y flores. Al embalse no pude entrar, porque no había nadie en las casas cercanas y los carteles que habían al interior del recinto no eran muy amistosos con los visitantes. En el sector hay una estación pluviométrica y, además, la gente se dedica a la pesca deportiva en el embalse.

Camino a destino uno pasa por el monasterio San Benito de Lliu Lliu. El recorrido fue de  38km y un desnivel de 433m.

De vuelta del embalse Lliu Lliu, en el sector del monasterio.
Monasterio San Benito.
Embalse Lliu Lliu a la distancia.

29 de septiembre: San Pedro - Quillota

Quería recordar los buenos tiempos que pasé en varias vacaciones cuando el milenio pasado nos dejaba atrás. esos años de las alertas informáticas por el cambio de folio y otras cosas que no recuerdo muy bien. Me dirigí a Quillota, pero quería aprovechar de conocer un poco más la zona, así que tomé el camino por San Pedro. La ruta F-62 fue mi compañera hasta el cruce con San Pedro. Desde la intersección, 1km hacia el Este por la ruta F-382 se encuentra San Pedro. El olor a paltas y chirimoyas invadía la zona. Pasando el poblado esto cambiaba, y las acequias del sector olían a animales muertos y quizás a abono. Aquí uno toma la ruta F-326 hasta llegar a una zona militar, llamada San Isidro. Decidí no seguir a Pochocay y me interné por a ruta F-350 hacia Quillota. Cruzando el camino Internacional ya estaba en la ciudad. Estaba bastante cambiada desde la última vez que la visité, pero los alrededores de la Plaza de Armas, seguían más o menos igual. El tronco tallado seguía estoico, pero se notaba el paso de los años. Un par de vueltas por las calles Prat, Merced, La Concepción y Ramón Freire. Recordé el estadio, que no conocía y me aventuré a ir, pensando en que tendría que pedir algún permiso para ingresar al recinto en donde mi equipo había perdido por dos tantos el fin de semana recién pasado. Para mi suerte, había una actividad de jardines infantiles, por lo que pude ingresar sin problemas. La vuelta la realicé por la calle Valparaíso, para luego tomar la ruta F-62.

En total fueron 52km y un desnivel de 498m.

San Pedro.
Plaza de Armas de Quillota.

30 de septiembre: El Retiro - Viña del Mar

Decidí ir a conocer la casa donde vivió el más grande: Roberto Bolaño, ubicada en el Retiro. Una placa de reconocimiento por los diez años de su muerte adorna una de las murallas exteriores de la vivienda. Esta vez decidí irme por calles interiores de Villa Alemana, El Belloto y Quilpué para evadir a los malditos micreros. Pasado la sede de la UTFSM tomé el camino El Olivar, que pasa por un costado del Jardín Botánico Nacional y llega a la calle Limache. Dejando atrás esta calle y tomando Viana, llegué a la Caleta Abarca donde descansé y contemplé un rato la inmensidad del mar. La vuelta fue por el mismo camino de la ida.

En total fueron 67km y 880m de desnivel positivo.

Caleta Abarca.

Placa conmemorativa de la muerte del más grande.

Espero seguir pedaleando y seguir conociendo más lugares de la zona durante los siguientes días.






domingo, 25 de septiembre de 2016

Brisas y sueños

Un leve brisa lo despertó. Pequeñas pulsaciones de viento que entraban por la ventana y le acariciaban sus pies descalzos. Bocanadas de aire que coqueteaban con sus ortrejos y pelos de las piernas. Esto último le daba la sensación de tener un insecto merodeándolo, acosándolo. Violando parte de su intimidad. Se sentía intranquilo en sueños. Hasta que decidió que no podía seguir pasando eso. Con la brisa despertó. Con ello notó que no había tal bicho. Que las suaves y delicadas corrientes de aire mecían sus pelos, como si su misión fuera acurrucar aun bebé. Pero lo que el viento no sabía, era que se generaba una reacción en cadena. Un vello, enganchado a otro, provocaban el movimiento no sólo del primero, sino que del segundo también. Si el segundo estaba enganchado al otro, esto crecía y se volvía algo insoportable.

Hacía calor afuera. Pero como él estaba adentro no lo sentía. Sólo la brisa. Él, la brisa y los bichos imaginarios. Los pequeños seres que tanta gente aborrece. Que aplastan sin misericordia. Crac. Crac. Crac. Y su caparazón (¿así se llama?) se rompía en dos o más trozos. Los pelos del insecto imaginario también se veían. Se movían con las ondas que se generan al tener masas de aire frías y calientes. Convección. Y así el fluido gaseoso seguía su danza. El coqueteo entre ambas partes. Como un baile de apareamiento, que da resultado. Y ese resultado es el viento.

Se moja la cara. Quiere terminar de despertar. Siente su cuerpo caliente. Húmedo. Pero ya no quiere esa sensación. Igual rico estar sudado y que una brisa enfríe el sudor y te baje la temperatura corporal. Quiere dejar de sentir ese ser que lo atormenta. Que lo obliga a pensar que tiene algo ajeno a él. Un parásito. Como una rémora y una mantarraya. La pareja perfecta. Solo que en este caso uno de los dos se siente incómodo. Y no es el bicho.

No es el bicho, porque no existe. Está en su imaginación. Quiere dejar de sentir. Dejar de imaginar. ¿Es posible abstraerse a tal nivel? No lo sé. Creo que él tampoco lo sabe ni llegará a saberlo. Se hace tarde y la brisa cesa. Se acaba, ç'est fini o algo así. El sueño lo domina. Lo atonta. Lo adormece. Lo doma como a un caballo y lo hace caer rendido a sus pies. Comienza el sueño y una nueva perturbación. Una brisa muy pequeña. Ínfima. Como la que produce el aleteo de una mosca.

lunes, 22 de agosto de 2016

Remolinos

Y de la nada aparecían. Cuando el viento por algún motivo que desconozco removía el sedimento desértico. Lo elevaba y la magia ocurría. Se formaba el remolino. Lo veíamos a la distancia. En su auge y en su caída. Queríamos ser parte de él. Tratar de entenderlo. De fundirnos con él y dejarnos llevar por la ventolera. Ser granos acarreados por alguna de las fuerzas de la tierra. Sentir que somos livianos y que podemos movernos por donde se nos plazca. O por donde nos lleven las corrientes. Es por eso que corríamos hacia ellos, en una eterna danza, con el temor de desaparecer, de no volver más a nuestro hogar. Con el miedo de que nuestros anhelos se volvieran realidad y pasáramos a ser un grano más dentro del polvo que mueve el viento. Dust in wind. Y suenan los violines. Y suena el silencio del desierto. Y también el chocar del sedimento contra el lecho rocoso. Y si prestáramos más atención, de los granos de arena enfrentándose contra la ínfima pared de agua del Loa. Esa que tantos recuerdos me trae. De los olores de las plantas que crecen en un lecho. Olor a casa. Un lugar que me es lejano en estos momentos. Qué ganas de que llegara uno de estos tornados de arena a mi pieza y me transportara al norte, a mi tierra que tanto extraño.

jueves, 18 de agosto de 2016

Algunos alcances sobre la guerra

Corrían los años de la segunda gran guerra de los últimos tiempos, o al menos así es como la pintan en los libros del colegio. Mejor digamos que esta historia se desarrolla a fines de la década del '30. Del siglo pasado, claramente. El lugar: Valparaíso. Mencionaba lo de la guerra porque es relevante hasta cierto punto. 

Si nos adentramos en la geografía de Valparaíso, o Valpo, como les gusta decir a algunas personas, veremos una gran cantidad de cerros que se funden, y quieres estar lo mas juntos que puedan al mar. Por esto es que tenemos la vista privilegiada del puerto y de la bahía en toda su extensión.

No sé cómo se habrá visto el puerto durante esos años. Imagino que llegaban los vapores con productos como plátanos, nueces y quizá qué otra mercadería. Las noticias viajaban lento. Había que ir al plan a escucharlas en alguna de las radios de los locales de comida, o leerlas en pizarras puestas en ciertos lugares.

Las personas que tenían radio lo podían hacer desde la comodidad de su hogar. Y aquí aparece la pequeña Anne. Una niña rubia, de ojos celestes, un color tan profundo, un color que me transmite calma y a la vez intriga. Qué cantidad de emociones se pueden encontrar en la mirada de una persona.

En el cerro Alegre jugaba con sus vecinas. Ambas iban a sus casas, pasaban la tarde juntas, tomaban once juntas, y así. Una típica amistad de niños. Pero comenzó la guerra. Anne era hija de inmigrantes ingleses, que llegaron a Chile a comienzos del siglo pasado en busca de mejores oportunidades. Sus vecinas eran hijas de alemanes.

Este hecho gatilló que los padres de las niñas les prohibieran juntarse. No más amistad con los vecinos. Era como una traición a sus países el que sus niñas se juntaran con las hijas del enemigo. ¡Como si ellas tuviesen la culpa!

Los meses pasaban y la guerra no terminaba. Por tanto las vecinas no podían jugar tampoco. Llegaban las noticias al barrio. Noticias de la guerra. Antes de que cualquier persona en el barrio pudiera comentarla, los padres de estas niñas corrían a sus casas lo más rápido que sus cuerpos lo permitían. Abrían sus cajones respectivos. tomaban la bandera de su madre patria y partían al patio hasta el asta para izarla. Todo como una competencia. Por demostrar la superioridad de uno contra el otro. Y mientras esto sucedía, se miraban. Sus miradas se cruzaban. La sonrisa brotaba en sus bocas cuando alguno estaba a punto de ganar.

De esa forma vivían la guerra algunos inmigrantes. Como un juego infantil. Juego que prohibieron a sus hijas, pero que hicieron parte de ello en modo de una competencia.

No sé cómo habrá terminado la historia de amistad entre Anne y la niña alemana. Tendré que preguntárselo a mi abuela la próxima vez que la vea.

viernes, 10 de junio de 2016

Clic

Y ahí me encontraba yo. Solo. Sin saber qué hacer. Quizás sí sabía, o no. Eso tampoco lo sé. En una situación completamente extraña para mí. Me molestaban sus risas, sus comentarios. Comentarios plagados de sandeces. De degeneración y de insultos. De machismo y una sarta de leseras más. Se sentían dueños de todo. Se refocilaban del acto que acababan de cometer.

Nunca más, pensaba. Nunca más. ¿Qué hacer en una situación de denostación? En que ves cómo pasan a llevar a una persona injustamente. ¡Sólo por ser mujer! Me vi inmerso en ese ambiente y no sabía cómo actuar. Si ponerme la máscara de la indiferencia o sumarme a sus insultos de grueso calibre.

En ese entonces no se me pasaba por la cabeza otra opción. Pero algo hizo clic. Fue el vaso que cayó desde la barra al piso, dejando un posa de pisco con Coca-Cola en el viejo parquet. Lógicamente nadie se molesto en limpiarlo. Y me vi envuelto en otra disyuntiva al empezar a escuchar los murmullos. Ese suave sonsonete de voces inentendibles. Bueno, salvo algunas palabras que lograba distinguir entre los molestos susurros. Se notaba en el ambiente que pronto la llamarían. Que la volverían a insultar. A retar como a un niño chico. Caerían nuevamente en un feroz ataque sicológico.

Clic. Mi cabeza hizo clic. Todo tuvo sentido. Sentí que la situación no se podía volver a repetir. Me arme de valor y los enfrenté.

lunes, 30 de mayo de 2016

Cambio de casa

A veces trato de recordar cómo fue mi primer cambio de casa. Era tan chico que es casi imposible hacerlo. También la segunda o la tercera, pero tampoco afloran los recuerdos. Los posteriores no importan. ¿Qué se sentirá vivir toda la vida en la misma casa? Bueno, no toda la vida, pero al menos los años en que vives en la casa de tus padres, o cualquiera sea la persona que te cría. Tener todo siempre donde mismo, los objetos y pertenencias preciadas ancladas a los muebles, y estos anclado al piso o a las murallas, como si de una sola estructura todo se tratara. Una sola pieza, continua, sin saltos. Todo calculado, en completa sincronía. Si una de esas piezas faltara, se vería extraño. Cambiaría la rutina.

Mañana me cambio por séptima vez de casa. Cada vez embalo menos cosas, porque en cada mudanza me he ido deshaciendo de pertenencias. Cosas que creí que serían interesantes en algún momento, pero pensándolo en frío, no servían para nada. Tengo poco apego a las cosas materiales. Quizás mis discos y mis libros podrían salir de esa categoría. Bueno, y ciertos objetos entregados por seres queridos.

Al comienzo es un tormento, acomodar las cosas de la mejor manera para que todo parezca ordenado, o al menos ese orden cotidiano de los objetos dentro de una pieza. Tratar de semejar el espacio al lugar anterior. Hacer calzar las maderas, los metales y los papeles, para que el engranaje natural de la pieza tome su fluidez. Vuelva a lo cotidiano. No se estanque en la acumulación de polvo sobre las cajas sin abrir.

Cuando parece que ya estás un punto estable, te das cuenta que no lo es. Que los entes inanimados que configuran tu espacio, se encontraban en un equilibrio metaestable. Y vuelta al cambio. Ya sea de configuración de objetos dentro del espacio. Ya sea cambio de los objetos con traslaciones y rotaciones en grandes distancias. Pongámosle el nombre de cambio de casa.

Y así han transcurrido siete mudanzas. Quizás en las primeras jugaba en las cajas a que eran castillos, como veo que hace mi sobrina ahora. Como si los recuerdos de fósiles se trataran. Usar el actualismo para tratar de recrear esos trozos de memoria y hacerlos calzar con el juego de una retoña el día de hoy.

Siento, a veces, que debería echar raíces en un lugar.

domingo, 8 de mayo de 2016

Clandestino

Las cosas no iban bien el último tiempo. El trabajo ya no daba los dividendos de los años dorados. Le echaba la culpa a la ropa china. Al consumismo extremo en el que vivimos por culpa del neoliberalismo. Causas y efectos, pensaba. Recordaba los tiempos mozos, en que tenía que pasar horas junto a la Singer haciendo bastas, cambiando cierres, poniendo parches ovalados en los codos de las tweeds de los abuelos, en los polerones de los niños y también en los jeans. Antes la gente cuidaba más las cosas. También eran de mejor calidad. No importaba cambiar las cosas todos los años. Las compras se hacían pensando en mucho tiempo de uso. No para desechar de un día para otro.

El negocio no iba bien. Si el día estaba bueno cambiaba dos cierres y hacía una basta. Con eso no alcanzaba ni a comprar pan para el desayuno del día siguiente. Para qué vamos a hablar de pagar cuentas.

Fue conversando con Joaquín Matta, alias el cara de tinto, el borracho del barrio, que surgió la idea. 

El cara de tinto era un cuico borracho. Bueno, había sido cuico. Ahora no. Dejó su casa y se botó al litro. Se lo puede ver paseando en las cercanías de la Punta de Diamante. Siempre va acompañado de un perro, el Negro, y a veces se le suman otros compañeros cuadrúpedos que andan de paso por el barrio, preocupados de pescar alguna sobra de las carnicerías del sector.

A pesar de ser un barrio comercial, no hay botillerías. O al menos no habían hasta hace un par de años atrás. Fue ahí que surgió la idea del cara de tinto. La sastrería serviría como fachada para el negocio. El vino lo conseguiría con un amigo que vive en las cercanías de San Javier. Lo aumentaría con un poco de agua y lo vendería a granel. Llevar la botella a llenar, pagar y tomar el vino aguado para saciar las necesidades etílicas.

El clandestino funcionaba bien. Le ayudaba a parar la olla. El cara de tinto era uno de los beneficiados, pues como había sido el gestor de la idea, se llevaba de comisión el diez por ciento de las ventas, lo que le servía para comprar pan, y, además, comprarle un poco de vino al sastre.

El rumor se corrió entre los borrachos de las cercanías. Se veían colas largas que se confundían con la de las personas que iban a buscar parafina a la bomba que estaba al lado. Una fila de personas con bidones con olor a kerosene y otra fila de personas con botellas de todas las formas y tamaños posibles. Una mezcla entre vinagre y el líquido azul. Azul y morado.

Los pacos no tardaron en notarlo. La sastrería fue desmantelada. El vino fue tirado al alcantarillado, llenando de regocijo a las ratas de las cloacas, que sin saber lo que era el alcohol, cayeron en su trance de infinito placer. Los buenos para remojar el guargüero fueron los más perjudicados, porque a pesar de que el vino era aguachento, tenía un buen sabor. Y también era barato en relación a un cartón. El barrio se vació de los borrachos, pero aún de puede ver al cara de tinto rondando las calles junto al Negro y una petaca en la mano.

domingo, 10 de abril de 2016

Era verde

Era verde. Llegó junto con otras de diferentes colores. Azul, roja, amarilla, podría nombrar más, pero para qué. Cada una con una cinta de regalo del mismo color que estaba pintada. Eran de diferentes tamaños. Por cada primo había una bicicleta de regalo. Fue una navidad a mediado de los noventa. Al parecer a mi abuelo le había ido bien durante el año y decidió regalarnos una bicicleta. 

Era verde. Aro 16. Todavía la recuerdo bien. Los detalles del manubrio y la tee, cromados. Los puños, verdes. Los pedales, negros. Las llantas y rayos, brillantes, relucientes como una luna plateada. Los neumáticos, negros, y las ruedas de apoyo, también. Tenía unas espumas para que los golpes dolieran menos. En el manubrio y en el marco. Eran de color verde, y en letras amarillas tenían escrito "BMX".

Era verde. Ahora hablo del pasto. En la casa había ante jardín. Y tenía pasto. Ahí jugaba a la pelota. Y también aprendí a andar en bicicleta. En piques de no más de diez metros. Todo con ruedas de apoyo. Un día, con ayuda de mi abuelo, decidimos sacar una rueda de apoyo. Y así pasó un poco el tiempo, hasta que me aburrí. Quería aprender de verdad a andar en bicicleta. Eso significaba sacar el último vestigio de una bicicleta de niño.

Era verde. Ese día que volví del kinder andaba con una polera verde. Estaba con mi abuela. Y mamá estaba en el colegio. Quería sorprender a mamá. Mostrarle que sabía andar en bicicleta cuando llegara de la pega. 

Era roja. La sangre que salió de mi codo. Entre el pasto, había unos pastelones. En el primer intento de andar sin ruedas fui a dar a uno de esos trozos de cemento incrustados en la tierra. Un poco de agua oxigenada y a seguir intentándolo. Mi abuela sujetaba el asiento de la bici y me hacía pedalear mientras ella avanzaba a mi ritmo. Una y otra vez. Una y otra vez.

Era verde. Vuelvo a hablar del pasto. Al caer por segunda vez, quedé en el pasto. Era agradable la sensación. Sentir su olor. Eliminar la frustración de no poder pedalear solo, sintiendo el pasto en mi cara. Tomar la bicicleta y volver a intentarlo.

Era verde. El techo hecho de planchas onduladas de fibra de vidrio que cubrían el techo del estacionamiento. También las hojas de las plantas al costado de la reja. No sé cuántos intentos fueron antes de llegar al objetivo. A eso que anhelaba tanto. Por lo que llegaba a desvelarme en la noches. El máximo logro que podría alcanzar a esa edad. Aparte de leer.

Era verde. La reja del vecino era verde. La bicicleta seguía siendo verde, pero los golpes hacían que su color fuese dejando al descubierto su verdadero color. Ese día viví el momento. No recuerdo a qué intento lo logré. Sólo sé que pedaleando miré hacia atrás y vi que mi abuela no iba junto a mí. Nerviosismo. A piso nuevamente.

Era verde. El envase del chicle dos en uno que me regaló mi vecina por la reja. Era buena amiga de mi abuela. Jugaban a la canasta. Y siempre me daba golosinas. Me subí por última vez con ayuda a la bicicleta. Ya no necesitaba que nadie me sujetara. El momento había llegado.