miércoles, 21 de enero de 2015

Franklin

Últimamente me he dedicado a recorrer Santiago en bicicleta. El otro día crucé La Legua, también fui hasta Maipú y a tantas otras partes que no suelo frecuentar. Pero el sector por el que más he transitado este último tiempo es el barrio Franklin. Sí, vivo a cinco minutos en bicicleta de ese lugar. Es mi lugar de tránsito habitual. Siempre trato de pasar por calles diferentes. Franklin, Arauco, Ñuble, Biobío, Chiloé, San Francisco, Santa Rosa, Placer, Máncora, qué sé yo. Desde pequeño que voy a Franklin, aunque debo decir que un dejé de ir por bastante tiempo. Lo siento como un lugar anacrónico. Se resiste al paso de tiempo. Los recuerdos que tengo del barrio son iguales a lo que veo hoy. Podría decirse que la gente es la misma. Quizás un poco más enajenada con sus aparatos tecnológicos. Pero se suele ver más menos lo mismo. Borrachos, señoras, perros, carniceros, vendedores. Siempre manteniendo sus gritos y sus ritos. El  desayuno de sopa de hueso. El almuerzo de porotos con rienda. La cerveza a la salida del trabajo, o en algún momento de relajo durante el día. Si aún transitaran las micros amarillas diría que es lo mismo que hace 18 años atrás. No recuerdo qué micros pasaban por ahí. Mi abuelo me llevaba en auto. Vamos a comprar zapatillas, me decía. Yo feliz. Tendría las últimas zapatillas con luces de los Power Rangers.  También aprovechaba de comprar carnes y no sé qué cosas más. Yo me preocupaba de ver juguetes. Siempre piropeando a las vendedoras. De eso sí me acuerdo.

Dos filas. Estructuras metálicas amarillas. Una en la vereda norte y la otra en la vereda sur. Cortan las veredas como los ríos cortan la selva y todo lo que tengan a su paso. Cuántas baratijas. Toallas, sostenes, calzones, juguetes, no sé. La plaza detrás de estos kioskos donde están las tiendas de zapatos. Le vieja tomándose un té. El borracho juntando las monedas para seguir olvidando. La guagua llorando porque quiere teta. El peoneta acarreando la yegua con la mercadería. La tranquilidad de la gente que se fuma un cigarro. Los cargadores de carne, sacándola del camión, llevándola en su hombro. El olor a carne. A suciedad, también a pescado. En los lugares más recónditos olor a orina. Siempre mezclado con un poco de olor a alcohol y aceite de auto. El desesperado tocando la bocina, apurado por llegar a su casa para saber si su señora se lo está cagando. Los locales de comida, con esos maravillosos olores de comida típica.

Y yo pasando en bicicleta. Cada día se repite esto, llueva, truene o relampaguee. La vida de este barrio sigue. La mía igual. Y lo dejo atrás, pero sabiendo que volveré.

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