viernes, 30 de enero de 2015

Diego

A Diego le gusta caminar por las calles escuchando música. También le gusta imaginar lo que las personas en la calle conversan. Lo imagina. Como va escuchando música no logra percibir las palabras que se dicen, empero los gestos. A Diego hay muchas cosas que no le gustan, pero no estamos hablando de eso. Un día dijo que cuando camina por calles estrechas y oscuras,  le gusta mirar los reflejos que generan las teles prendidas. Le dan un poco de vida a las calles. Destellos de colores. Por lo general si todos son verdes, es porque la mayor parte de la gente está viendo un partido de fútbol. De la selección, lo más probable. Si tiene suerte y hay una ventana abierta puede mirar hacia adentro de las casas. Ve a la gente embobada con la tele. Hacen otras cosas, toman cerveza, tejen, se rascan, comen en familia, pero todo esto se hace en segundo o tercer plano. Las palabras e imágenes que salen de esa caja son más importantes. El mínimo pero todopoderoso poder del pulgar, como dice Fresán, parte con el empoderamiento de la televisión, con el bendito control remoto, que acentúa aun más el sedentarismo en las personas, y que ve su auge con los smartphones. Diego vuelve a percibir lo que pasa en su entorno pues siente un estruendo. Un choque, quizás. Provocado por este infinito poder, quizás. Es más importante caminar. Y prestar atención a situaciones más cotidianas. Como la abuela llenando de mantequilla y palta la marraqueta. O al nieto vago tomar cerveza en la vereda con sus amigos. A Diego le gustan los días de lluvia, pero hoy no llueve. Tampoco hace frío. Las personas tratan de capear el calor de muchas maneras. Toman helados o agua con hielo. Otros cerveza. Algunos se plantan frente un ventilador. Diego no puede hacer ninguna de esas. Se caga de calor. Transpira. La brisa que cruza las calles no es suficiente. Pero sigue caminando. Prende un cigarro, llega a la plaza Yungay. A Diego le gustan las plazas, pero no cualquier plaza. A Diego le gustan las plazas con vida de barrio. Donde el papá juega a la pelota con el hijo y también con su señora. Donde los niños juegan a las bolitas (¿todavía se juega a las bolitas?) o a la pinta. Los que están solos se columpian. Los viejos les tiran migas a las palomas, pero no ahora, porque a esta hora ya no hay palomas. Un trovador decía que el obrero, el estudiante, el jefe y el lustrabotas en la plaza son lo mismo. Creo que no lo podría haber dicho mejor. A Diego le gusta observar la vida de barrio. Las señoras copucheando en la esquina. Vuelve a imaginar sobre qué podrían estar hablando. Sólo ve sus gestos, sus expresiones y sus labios moverse. Parece que alguien se cagó a alguien, piensa. A Diego le gustan las puestas de sol. Le gustan los colores que toman los árboles, que sobresalten los verdes. Y en otoño los amarillos y rojos. Le gustaría mirar los cambios que sufre un árbol durante un año. Ver sus hojas brotar en primavera, como pequeños brotes, frágiles, con tanta vida por delante. Ver su máxima expresión de tamaño en verano, como ahora en la plaza. Quizás tomar alguna de las frutas que el árbol generó. Ver la decadencia del árbol, verlo envejecer sin poder hacer nada. Sólo mirarlo. Con la misma pena que ve a los viejos en la plaza. Ver las hojas caer. Ver la desnudez total del árbol. Pero no sabe si es una desnudez de un niño, de un adulto o de un viejo. Sólo ve desnudez. Tal vez si contara los anillos lo podría saber. A Diego le gusta seguir caminando. Siempre caminando. Pero a Diego no le gusta volver.

martes, 27 de enero de 2015

Tradición

Comenzaba el toque de queda y nos encerrábamos en el local a tomar vino para olvidar. Unas cañas de vino y unos perniles. No había más. Tampoco necesitábamos más para olvidar. O eso al menos creía en ese entonces. El viejo le daba un sorbo a su vaso con vino y miraba a su nieto, que escuchaba atento su relato. Teníamos un casete de Peralta y lo poníamos la gran parte de las veces. No muy fuerte, porque se podía escuchar desde la calle. Si teníamos suerte llegaba alguno de los compañeros con guitarra y cantábamos en silencio algunas de nuestras favoritas. Veía los acordes hechos por ellos, borrosos por el vino, las lágrimas y el humo del cigarro. Si nos poníamos valientes los hacíamos sonar y todos vibrábamos cantando los himnos de lucha y de amor. Al nieto le costaba entender esto. Miraba principalmente los rayados de las paredes hechos en servilletas o cualquier papel que se tuviera a mano. El viejo le daba un sorbo al vino y sentía entrar por su nariz los aromas del almuerzo. Harto comino, orégano y vino. Qué buenos recuerdos tengo de este lugar. Cuando tu papá cumplió dieciocho lo traje para acá. Pasamos toda la noche en lo que nos convocaba. Comer, tomar y fumar. Siempre me acuerdo de las prietas. Unas maravillas. Las preparaba doña Tita. Los arrollados igual. Una pena que esté muerta y nadie siguiera su tradición. Las que sirven ahora no están mal. Pero, mijo, sólo pensar en eso. Ayayai. En ese rincón le pegaron un tiro al Pedro. Una de las tantas veces que entraron mientras estábamos de juerga. Por eso está esa placa ahí, tampoco han tapado el hoyo que dejó la bala. Estábamos cantando y entran estos perros. No me acuerdo por qué estaban buscando al Pedro. Pero alguien lo echó al agua. Y de pasada al local. Bueno, después lo cerraron, pero siempre volvíamos al templo. A la catedral, como le decía el Pedro. Todos devotos del mismo lugar. Devotos de las juntas semanales. A veces diarias, si las chauchas acompañaban. Ya pues, mijo, cómete el puré picante. Y no me vengas con hueás. Tenís que hacerte hombrecito. Tu viejo no está, pero igual quise mantener la tradición. Esperaba que vieniéramos los tres hoy, desgraciadamente no se puede.  No todos los días se cumplen dieciocho años.

miércoles, 21 de enero de 2015

Franklin

Últimamente me he dedicado a recorrer Santiago en bicicleta. El otro día crucé La Legua, también fui hasta Maipú y a tantas otras partes que no suelo frecuentar. Pero el sector por el que más he transitado este último tiempo es el barrio Franklin. Sí, vivo a cinco minutos en bicicleta de ese lugar. Es mi lugar de tránsito habitual. Siempre trato de pasar por calles diferentes. Franklin, Arauco, Ñuble, Biobío, Chiloé, San Francisco, Santa Rosa, Placer, Máncora, qué sé yo. Desde pequeño que voy a Franklin, aunque debo decir que un dejé de ir por bastante tiempo. Lo siento como un lugar anacrónico. Se resiste al paso de tiempo. Los recuerdos que tengo del barrio son iguales a lo que veo hoy. Podría decirse que la gente es la misma. Quizás un poco más enajenada con sus aparatos tecnológicos. Pero se suele ver más menos lo mismo. Borrachos, señoras, perros, carniceros, vendedores. Siempre manteniendo sus gritos y sus ritos. El  desayuno de sopa de hueso. El almuerzo de porotos con rienda. La cerveza a la salida del trabajo, o en algún momento de relajo durante el día. Si aún transitaran las micros amarillas diría que es lo mismo que hace 18 años atrás. No recuerdo qué micros pasaban por ahí. Mi abuelo me llevaba en auto. Vamos a comprar zapatillas, me decía. Yo feliz. Tendría las últimas zapatillas con luces de los Power Rangers.  También aprovechaba de comprar carnes y no sé qué cosas más. Yo me preocupaba de ver juguetes. Siempre piropeando a las vendedoras. De eso sí me acuerdo.

Dos filas. Estructuras metálicas amarillas. Una en la vereda norte y la otra en la vereda sur. Cortan las veredas como los ríos cortan la selva y todo lo que tengan a su paso. Cuántas baratijas. Toallas, sostenes, calzones, juguetes, no sé. La plaza detrás de estos kioskos donde están las tiendas de zapatos. Le vieja tomándose un té. El borracho juntando las monedas para seguir olvidando. La guagua llorando porque quiere teta. El peoneta acarreando la yegua con la mercadería. La tranquilidad de la gente que se fuma un cigarro. Los cargadores de carne, sacándola del camión, llevándola en su hombro. El olor a carne. A suciedad, también a pescado. En los lugares más recónditos olor a orina. Siempre mezclado con un poco de olor a alcohol y aceite de auto. El desesperado tocando la bocina, apurado por llegar a su casa para saber si su señora se lo está cagando. Los locales de comida, con esos maravillosos olores de comida típica.

Y yo pasando en bicicleta. Cada día se repite esto, llueva, truene o relampaguee. La vida de este barrio sigue. La mía igual. Y lo dejo atrás, pero sabiendo que volveré.

sábado, 17 de enero de 2015

Cocina

Llevo ocho días en Lo Hidalgo. Una localidad que queda entre Villa Alemana y Limache. Es campo. No hay muchas cosas que hacer. Ver pasar los autos con parejas que van a los moteles. Ver como ellas salen avergonzadas, con la cara cubierta por lentes, pañuelos y sombreros. Como si estar en un motel fuese un pecado o algo por el estilo. Quizás sólo sea el miedo a ser descubiertas. ¡Vaya a saber uno! Estos ocho días no he tenido acceso a microondas,  puesto que no hay en el lugar en el que estoy. Y me ha servido para corroborar lo nefastos que son. Comida latiguda. La flojera. ¿Que ya nadie se da el tiempo de cocinar algo sin usar el microondas? Hasta he escuchado de gente que prepara huevos a la copa en esa máquina, ¡¿qué mierda es eso?!

Creo en la cocina como medio de revolución. Como medio de generar cultura. De traspasar conocimiento. Sin duda, el microondas y el boom de las comidas congeladas y envasadas, listas para consumir en dos minutos, no ayudan en el arte de cocinar.

Vez que voy donde mis abuelos, le digo a mi abuela que me enseñe algo. No quiero que se pierdan las recetas que son típicas de la familia. Al final la comida te trae recuerdos, buenos o malos, pero recuerdos al fin. Puede sonar medio cliché, pero es la verdad. Cocinar platos típicos. ese ha sido mi estandarte el último tiempo. Tratar de rescatar cosas. Ya basta de posmodermismo gastronómico. Hay que volver a las raíces, caramba.

Me gusta cocinar escuchando Ángelo Escobar.

martes, 13 de enero de 2015

Déjame volver

El sol se pone en el horizonte. La sombra de un par de gaviotas me distrae por un pequeño instante. Casi como el tiempo en que uno demora en pestañear, que es algo así como 50 milésimas de segundo. Las colillas se acumulan en el cenicero, como los granos de arena que mueve el viento por las dunas. Se siente el letargo del atardecer con cada calada que le doy al cigarro. El humo llena mis pulmones y los deja, como el suave oleaje de la playa que alcanzo a distinguir. Tengo miedo. Tirito más de lo normal. Pienso que la enfermedad está en aumento, pero mis exámenes dicen lo contrario. No sé qué creer. Humo y más humo. Un trago me vendría bien. Hielo, vodka y limón. Combinación ganadora, como dice un amigo. Siento un agradable calor dentro de mi cuerpo. Debe se el alcohol. Decido Salir a caminar.

Ya es de noche. No sé dónde estoy. La oscuridad es omnipresente. Sólo se distinguen los leves destellos de las estrellas. Estoy en una planicie, las olas golpean en el fondo del acantilado. Me inquieta la forma en que se puede haber generado esto. Es prácticamente una terraza al lado del mar. Claro que no fue formada por factores antropogénicos. Me tiro al piso y prendo un cigarro. Algo no va bien. Tengo la misma sensación del día en que mi hermano tomó esa estúpida decisión. Hasta el viento y la temperatura son similares. Vuelvo a pensar en la formación del lugar en el que estoy. Me es imposible dimensionar el tiempo que se requiere para construir esta gran obra. Viento, mar, alzamientos, compresiones. No sé. Qué complejo.

Necesito otro trago. Mi petaca está vacía. Mierda. Quiero estar solo. El viento mueve las malezas que me rodean. Un eterno vaivén de cada tallo. Ida y vuelta. Es como si tuvieran un resorte en su base. El humo se mezcla con el aire. Puedo ver algunas formas, pero se desvanecen rápido. Se me viene a la cabeza el artículo que leí sobre plantear las condiciones de borde para generar la ecuación que describe el humo del cigarro. Imposible. ¿Cómo habrá pintado Van Gogh las bocanadas de humo en La noche estrellada? Ahí se retratan muy bien los movimientos y turbulencias. Pero todo queda en nada. 

Camino, siento la eternidad como la de las carreteras rectas del norte. Líneas eternas en que no se distingue el horizonte. No se puede ver el final. Llamo a un amigo. No hay respuesta. Basta de pensar, siento que mi cabeza va a explotar. Sensación de la primera bocanada de aire después de estar en coma.

domingo, 11 de enero de 2015

Quizás tanta soledad me abruma en estos momentos. Bueno, no tanto, pero es extraño estar solo en una casa en el campo. Es extraño el silencio. Salvo en contadas ocasiones he estado así. Escuchando sólo mis pensamientos, y uno que otro pájaro trinar. Sin ruidos de bocinas, de motores y otros elementos que son característicos de una ciudad como Santiago. Debo decir que lo extraño, porque toda mi vida ha sido así. Mucho ruido. Mucha velocidad. Creo que podría llegar a acostumbrarme a esto. Pero no lo quiero. Me gustan mucho las ciudades como para vivir en el extrarradio. Es bacán esa sensación de consumir lo que uno cultiva. En verdad yo no he cultivado ni plantado nada de lo que hay acá. Pero sí estoy haciendo uso de eso. Salir en la mañana, alimentar a las gallinas, tomar los huevos que han puesto y luego prepararlos a la copa con un pan recién horneado. Quizás cuando los árboles de cítricos den sus primeras frutas, cortarlas y comerlas a la sombra mientras corre el fresco viento sur de la tarde. De momento me conformo con el proyecto que tengo de hacer una huerta en el balcón del departamento. Sin duda la agricultura es una tema interesante. Ver el crecimiento de las plantas que siembras, alimentarlas para que luego te alimenten. Este proceso lo he visto con el palto que estoy haciendo crecer. Ya debe tener un tallo de veinte centímetros. Tal vez le estén saliendo las primeras hojas. O quizás se murió. Sólo cuando llegue a Santiago lo sabré. Para eso quedan diez días. Diez días en que seguiré con una vida de tranquilidad, tratando de escribir mi memoria, alimentando gallinas, gansos, perros y gatos. Sería bueno poder generar una especie de campo dentro de Santiago, un buen proyecto para un futuro no tan lejano, espero. Mientras, seguiré con mi palto, hierbas y leyendo lo que más pueda sobre plantas. Buenas noches.

domingo, 4 de enero de 2015

Inconcluso

(Una vez intenté escribir algo más largo de lo que acostumbro y jamás lo terminé, esto es lo que salió de ese intento)

1

Llevaba diez minutos discutiendo con el barman que atendía ese boliche de mala muerte. Él estaba muy borracho, y el barman no quería servirle otro whisky. Se negó cinco minutos más hasta que Fernando desistió y salió de ese sucucho. Eran cerca de las tres de la mañana y no tenía dónde ir. Lo había perdido todo. O al menos todo que a él le importaba. Bueno, nada le importaba más que el trago, pero podríamos decir que perdió todo lo que le importada después que el copete. Los dos años de rehabilitación no fueron suficiente. Lo único que pensaba en ese momento era encontrar otro boliche para seguir tomando, o –por último- alguna botillería para comprar algo y terminar tomando en la cuneta, como muchas de las noches de los últimos meses.

Al amanecer, y con una botella de whisky barato tirada a su lado vio pasar a las primeras personas en la calle. Esas que despiertan cuando aún está oscuro, que tienen que salir dos horas antes de sus casas para poder llegar a tiempo al trabajo. Por supuesto, Fernando no sabía dónde estaba. La caña no dejaba que se moviera, por lo que desistió de preguntarle a alguna de las personas que pasaban en qué lugar estaba. Cerró sus ojos para tratar de dormir un rato más. En una de esas se me quita esta hueá, pensó.

Deben haber pasado unos cinco minutos, y Fernando aún no podía dormir. Los malos recuerdos transitaban por su cabeza, como un río que se seca, pero él se negaba a que estos se perdieran. Le dolía todo. Sentía que lo que había pasado no era su culpa. Culpaba a sus viejos, que ya no estaban con él. Que lo habían echado de la casa. Culpaba a sus hijos, que no le dirigían la palabra hace dos meses.

Hace dos meses había vuelto a tomar. Hace dos meses lo habían echado de su casa. Después de la rehabilitación pudo estar un mes sin tomar. Un mes en que todo estuvo bien. Se sentía feliz, o feliz dentro de lo que un borracho puede estar sin un copete. Pero no sabía que ese estado le iba a durar tan poco.

Fue en los años en que el cerdo fascista estaba al mando, pero el problema de su adicción no tenía nada que ver con él. Fue en el sur. En la casa del campo de su abuelo. Bueno, no tan al sur. Cerca de Longaví. El viejo tenía la costumbre de tomar mate. Al desayuno, después de almuerzo, a la once y después de la cena. Tomaba mate todo el día. Después de la muerte de su esposa tenía que estar pendiente de tener agua caliente para preparar sus infusiones. Mate con cedrón era su favorito. A Fernando no le gustaba. Prefería el mate dulce y con leche –lo que encuentro que es una aberración-, pero con su abuelo tenía que compartir el mate con cedrón. Venía de jugar una pichanga con alguno de los vecinos, nietos e hijos de los amigos de su abuelo. Los mismos viejos con los que jugaba ajedrez en la junta de vecinos.

La pichanga la había ganado el equipo de Fernando, con un contundente seis a uno. Fernando no había hecho ningún gol. Tampoco había participado en las jugadas de los goles. Fernando jugaba atrás. Era malo, además era flojo. Le cargaba correr. Por esto era que siempre lo escogían al último en los equipos. El descuento del otro equipo fue culpa de él. Todo su equipo se le tiró encima, a pesar de ir ganando, era terrible que les hicieran un gol. Fernando no entendía eso. Era segunda vez que veía a esos cabros. 


En un momento se acabó el agua para cebar el mate y el abuelo mandó a Fernando a buscar agua caliente. La tetera de aluminio estaba puesta sobre la cocina a leña. Fernando quitó la tetera de la cocina y la puso sobre la encimera. Buscando un termo en los estantes bajo la encimera, hizo algún movimiento con el que movió el mueble. Después sólo se escuchaban gritos. Gritos y el ruido de la tetera rebotando en el piso de cerámica.