lunes, 30 de mayo de 2016

Cambio de casa

A veces trato de recordar cómo fue mi primer cambio de casa. Era tan chico que es casi imposible hacerlo. También la segunda o la tercera, pero tampoco afloran los recuerdos. Los posteriores no importan. ¿Qué se sentirá vivir toda la vida en la misma casa? Bueno, no toda la vida, pero al menos los años en que vives en la casa de tus padres, o cualquiera sea la persona que te cría. Tener todo siempre donde mismo, los objetos y pertenencias preciadas ancladas a los muebles, y estos anclado al piso o a las murallas, como si de una sola estructura todo se tratara. Una sola pieza, continua, sin saltos. Todo calculado, en completa sincronía. Si una de esas piezas faltara, se vería extraño. Cambiaría la rutina.

Mañana me cambio por séptima vez de casa. Cada vez embalo menos cosas, porque en cada mudanza me he ido deshaciendo de pertenencias. Cosas que creí que serían interesantes en algún momento, pero pensándolo en frío, no servían para nada. Tengo poco apego a las cosas materiales. Quizás mis discos y mis libros podrían salir de esa categoría. Bueno, y ciertos objetos entregados por seres queridos.

Al comienzo es un tormento, acomodar las cosas de la mejor manera para que todo parezca ordenado, o al menos ese orden cotidiano de los objetos dentro de una pieza. Tratar de semejar el espacio al lugar anterior. Hacer calzar las maderas, los metales y los papeles, para que el engranaje natural de la pieza tome su fluidez. Vuelva a lo cotidiano. No se estanque en la acumulación de polvo sobre las cajas sin abrir.

Cuando parece que ya estás un punto estable, te das cuenta que no lo es. Que los entes inanimados que configuran tu espacio, se encontraban en un equilibrio metaestable. Y vuelta al cambio. Ya sea de configuración de objetos dentro del espacio. Ya sea cambio de los objetos con traslaciones y rotaciones en grandes distancias. Pongámosle el nombre de cambio de casa.

Y así han transcurrido siete mudanzas. Quizás en las primeras jugaba en las cajas a que eran castillos, como veo que hace mi sobrina ahora. Como si los recuerdos de fósiles se trataran. Usar el actualismo para tratar de recrear esos trozos de memoria y hacerlos calzar con el juego de una retoña el día de hoy.

Siento, a veces, que debería echar raíces en un lugar.

domingo, 8 de mayo de 2016

Clandestino

Las cosas no iban bien el último tiempo. El trabajo ya no daba los dividendos de los años dorados. Le echaba la culpa a la ropa china. Al consumismo extremo en el que vivimos por culpa del neoliberalismo. Causas y efectos, pensaba. Recordaba los tiempos mozos, en que tenía que pasar horas junto a la Singer haciendo bastas, cambiando cierres, poniendo parches ovalados en los codos de las tweeds de los abuelos, en los polerones de los niños y también en los jeans. Antes la gente cuidaba más las cosas. También eran de mejor calidad. No importaba cambiar las cosas todos los años. Las compras se hacían pensando en mucho tiempo de uso. No para desechar de un día para otro.

El negocio no iba bien. Si el día estaba bueno cambiaba dos cierres y hacía una basta. Con eso no alcanzaba ni a comprar pan para el desayuno del día siguiente. Para qué vamos a hablar de pagar cuentas.

Fue conversando con Joaquín Matta, alias el cara de tinto, el borracho del barrio, que surgió la idea. 

El cara de tinto era un cuico borracho. Bueno, había sido cuico. Ahora no. Dejó su casa y se botó al litro. Se lo puede ver paseando en las cercanías de la Punta de Diamante. Siempre va acompañado de un perro, el Negro, y a veces se le suman otros compañeros cuadrúpedos que andan de paso por el barrio, preocupados de pescar alguna sobra de las carnicerías del sector.

A pesar de ser un barrio comercial, no hay botillerías. O al menos no habían hasta hace un par de años atrás. Fue ahí que surgió la idea del cara de tinto. La sastrería serviría como fachada para el negocio. El vino lo conseguiría con un amigo que vive en las cercanías de San Javier. Lo aumentaría con un poco de agua y lo vendería a granel. Llevar la botella a llenar, pagar y tomar el vino aguado para saciar las necesidades etílicas.

El clandestino funcionaba bien. Le ayudaba a parar la olla. El cara de tinto era uno de los beneficiados, pues como había sido el gestor de la idea, se llevaba de comisión el diez por ciento de las ventas, lo que le servía para comprar pan, y, además, comprarle un poco de vino al sastre.

El rumor se corrió entre los borrachos de las cercanías. Se veían colas largas que se confundían con la de las personas que iban a buscar parafina a la bomba que estaba al lado. Una fila de personas con bidones con olor a kerosene y otra fila de personas con botellas de todas las formas y tamaños posibles. Una mezcla entre vinagre y el líquido azul. Azul y morado.

Los pacos no tardaron en notarlo. La sastrería fue desmantelada. El vino fue tirado al alcantarillado, llenando de regocijo a las ratas de las cloacas, que sin saber lo que era el alcohol, cayeron en su trance de infinito placer. Los buenos para remojar el guargüero fueron los más perjudicados, porque a pesar de que el vino era aguachento, tenía un buen sabor. Y también era barato en relación a un cartón. El barrio se vació de los borrachos, pero aún de puede ver al cara de tinto rondando las calles junto al Negro y una petaca en la mano.