jueves, 14 de mayo de 2015

Swagman

Fue el regalo del tío de su abuela. O de algún pariente viejo. Lo consiguió en el viaje que hizo a Australia en la década del treinta. El año, ni idea. A veces las fechas se olvidan, la verdad es que no es relevante para la historia.

La figura posee una base negra y cuadrada de plástico, la que acoge todo el mecanismo de sonido. Siempre ha tratado de abrirlo, pero no lo ha conseguido. Supongo que debe ser algo así como las cajas de música. Debe tener cerca de quince centímetros de alto. Una réplica a escala de un swagman. Sombrero con corchos colgando para espantar las moscas. Una barba tupida, con aspecto de desaseada. Ojos azules, profundos, como los de la abuela de Matías. Una chaqueta sin mangas y una camisa a cuadros, de color rojo con blanco. Pantalones a tres cuartos de pierna, rotos, con arreglos, parches y muchas manchas. No recuerdo si tiene sandalias o zapatos de cuero. En la espalda una mochila con una especie de saco de dormir.

Waltzing Matilda es la canción. Una versión más lenta y melancólica de las que había escuchado con anterioridad. Quizás ese tono nostálgico es idea de Matías y es causado por ese romanticismo de las cajitas musicales. 

Dos vueltas a la estatuilla y comenzaba la melodía. Matías la escuchaba cuando chico antes de acostarse. Lo tenía en el velador.

Le gustaba imaginar antes de dormir, entre vuelta y vuelta, que había tenido un antepasado que había sido un swagman. Pensaba en él, con sus trapos viejos, y escasos objetos en su bolso, buscando trabajo. Paseando de granja en granja en busca de alguna oportunidad para obtener dinero para comprar comida. O simplemente que le dieran un plato de estofado o sopa a cambio de sus servicios. Soñaba con él. Los escasos conocimientos que tenía Matías de carpintería y jardindería se los atribuía a este pariente imaginario en sus sueños.

Su padre, un campesino alcohólico, venía del campo, y durante los veranos lo llevaba a él y a su hermana a la casa donde se crió. Una antigua casa en las cercanías del lago Maihue. Fue en ese lugar en el que Matías aprendió de carpintería. Fabricó un velador y una silla. Utilizaba maderas nobles que conseguían ilegalmente con los contactos de su papá y algunas sobras de cajones de frutas que encontraban tiradas en la feria cuando viajaban a Futrono a abastecerse. 

La agricultura nunca le interesó, pero se veía obligado a aprender para ayudar en el campo. Todos estos escasos conocimientos se los entregaba a su pariente imaginario en los sueños. A veces, descansando entre las nalcas también iba añadiendo más atributos a su tatarabuelo, como lo empezó a llamar.

De noche, acompañado de un mate, daba dos vueltas a la pequeña estatua y escuchaba la melodía. Le había preguntado a su abuela por la letra de ésta y trató de adecuarla a los sonidos que emitía la misteriosa caja bajo los pies del vagabundo, como le gustaba decirle.  

Cada verano volvía al campo, con el vagabundo. Pero cada vez olvidaba más a su tatarabuelo. Un día su padre murió. Matías decidió quedarse en el campo. Solo. Comenzó a labrar la tierra. No le gustaba, pero la falta de trabajo requería que trabajara en ella para poder alimentarse. A veces, en Futrono vendía algunos muebles que hacía. Y continuaba escuchando Waltzing Matilda. Llegó el día en que consiguió un long play que contenía la canción. Ya no era necesario girar a cada instante al vagabundo para oírla. 

Un día decidió partir. Se dirigió al paso Hua Hum con sus pocas pertenencias, entre ellas el vagabundo. Y cruzó a Argentina. La obsesión con el swagman crecía día a día y sin darse cuenta se transformó en uno. Claro que un poco más moderno. 

Quilaquina, Trompul, las cercanías del lago Escondido, lago Lolog fueron sus destinos. En cada casa de campo que veía preguntaba si necesitaban que les hiciera algún arreglo a cambio de comida y alimento.

Al final de cada día, acompañado de una fogata, Matías se dormía escuchando al vagabundo cantar Waltzing Matilda.



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