lunes, 11 de mayo de 2015

Campo

El té de la tetera estaba muy lavado. Al servirlo apenas se lograba un tono dorado en la taza, muy lejos del color casi negro que buscaba en la infusión. La plata escaseaba. Había que conformarse con eso para poder calentar el cuerpo. Té sin sabor a té y un cigarro. Una leve sensación de calor en el cuerpo. Por dentro la bebida caliente. En la cara el humo del tabaco.

Debe haber sido uno de los inviernos más crudos de lo últimos años. O al menos eso recordaba. Le gustaba el frío, pero esto ya era mucho. Ni que estuviera en Siberia, pensaba, a pesar de que nunca había estado tan lejos de su casa. Digamos que tampoco había salido del país. El tendía a hiperbolizar todo.

El fuego del brasero proyectaba sombras tétricas en las paredes de madera y llenaba de olor a eucalipto la casa. Sin embargo el calor que emitía no era suficiente para atacar el frío que se colaba por el plástico que hacía de ventana. En verano andaba bastante bien. Permitía que la brisa de la tarde entrara y refrescara la casa. Para el invierno no funcionaba. Había que seguir añadiendo charamusca para avivar el fuego,

A veces, por el humo le daba sueño. Dormitando se olvidaba del té y del cigarro. También de los problemas. Cuando la combustión acababa volvía a reinar el gélido ambiente al interior. Los espasmos hacían que saliera de los cabeceos y se reincorporara a agregar yesca para volver a conseguir calor. Así se le pasaban la noches.

La tetera de aluminio ya negra por ponerla al fuego y la taza esmaltada herencia de su abuela. El campo ya no era lo mismo sin ella. Las plantas estaban marchitas. No florecía nada en ese suelo que fue tan fecundo alguna vez. Las abejas ya no llegaban a polinizar, porque no había dónde hacerlo. El gallinero destartalado y sin gallinas le servía de refugio a algún gato o perro en las noches de lluvia. Qué pena no volver a disfrutar de un huevo a la copa recién sacado del nido.

El tren que transportaba ácido sulfúrico había reducido su frecuencia, por lo que se podía escuchar solo dos noches a la semana. Martes y viernes. Ni hablar que parara en la estación a dejar encargos de la capital. El mandado había que ir a comprarlo al pueblo siguiente, a ocho kilómetros. Por suerte aún existía esa vieja y oxidada Legnano que le permitía moverse un poco más rápido para las compras y así volver antes que cayera la noche.

Así pasaban los días. Ya no recordaba cuánto tiempo llevaba ahí. La soledad lo perdía en el tiempo. Sólo tenía al frío, su té sin sabor y el humo de sus cigarros. Esperaba que se consumieran rápido, con las mismas ansias que esperaba que se consumiera su vida.


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