Solía tener muchos encendedores. Nunca tenía un encendedor
cuando salía, por lo que me veía en la obligación de comprar uno para poder
fumar. Lo más sensato hubiese sido pedirle a alguien que me prestara su encendedor
para poder prender mi cigarro, pero la timidez, la desconfianza no me lo
permitían. Quizá no era ni la timidez ni la desconfianza, más bien, eran las no
ganas de interactuar y forzar alguna conversación con algún extraño. Lo mismo
pasaba cuando compraba un encendedor, pero este me serviría por el resto del
día. Sin encendedor tendría que pedirle fuego a varias personas durante el día.
Al tener mi encendedor tenía libertad. Al llegar a casa, y casi como un ritual,
dejaba el encendedor en el primer cajón de la cómoda. Bueno, siempre olvidaba
el encendedor al salir, así que tenía que volver a comprar uno. Un día noté que
tenía más de 50 encendedores en el cajón. Decidí no volver a comprar uno hasta
que se perdieran, gastaran, rompieran, cada uno de esos encendedores. Siempre
me acuerdo que un día, carreteando donde un amigo, se nos acabaron los
cigarros. Partimos a comprar y nos dimos cuenta de que no teníamos encendedor.
Conseguimos con alguien en la calle, lo que nos costó mucho porque eran cerca
de las dos de la mañana y nos fuimos a la plaza a fumar. Como teníamos ganas de
fumar, y no teníamos encendedor, antes de que se nos acabara un cigarro
prendíamos el siguiente con la colilla. Así pasamos cerca de una hora en la
plaza, fumando un cigarro tras otro hasta que se acabó la cajetilla. Hoy,
estando en casa, tenía ganas de fumar y no tenía ningún encendedor. Tampoco
fósforos. Creo que es tiempo de salir a comprar uno.
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