Los hielos se
derriten en el vaso, solo están los hielos. El copete ya se lo tomaron. Se
forman esas pequeñas gotas de agua en el exterior del vaso -creo que la gente
dice que el vaso está transpirado-. Las gotitas se deslizan por la pared del
vaso y caen en la mesa, mojándola. Nadie se percata de esto. Mejor así, eso
hubiese arruinado el momento. Es que la mesa es de madera muy fina, no recuerdo
qué madera es, ni tampoco dónde ni cuándo la compraron. El hielo se sigue
derritiendo y nadie pronuncia palabra alguna. Solo se miran. Se miran fijamente
a los ojos, pero en realidad no se están mirando. Están idos, como dicen
vulgarmente. Piensan, pero a la vez no lo hacen. Los minutos pasan y el hielo
ya se convirtió completamente en agua. Mario toma el vaso y bebe el agua que
queda. Dice, o cree decir, que necesita dormir, que está cansado, que está
ebrio, quizá. Triste. Lucía no lo escucha, lo sigue mirando, pero sin mirarlo.
Tiene su mirada fija en algún punto de la habitación, pero da la impresión que
mira a Mario. Se está poniendo frío, balbucea Lucía, como para intentar romper
el hielo. Ahora es Mario quien no le
presta atención. Siguen interactuando como si nada hubiese pasado. Como si
nunca hubiesen discutido, como si Mario nunca le hubiese hecho daño a Lucía.
Ambos sabían que no debían comportarse así.
En cierto punto comenzaron a cruzar palabras, a tener una conversación
fluida, todo de manera relajada. Pero así como fácil llega esa conversación
superflua, también acaba. Y todo vuelve a ser como hace una hora atrás. Justo
después de la pelea, justo en el momento en que los hielos comenzaban a
derretirse dentro del vaso.
martes, 29 de enero de 2013
viernes, 11 de enero de 2013
Julio
Son
las 7 de la mañana, un día cualquiera en Santiago, de una semana cualquiera, en
el verano del año 2013. Julio va subiendo las escaleras de la estación de metro
Cal y Canto, esas escaleras que dan a avenida La Paz. Cubriendo el lado
izquierdo de la escalera se encuentra un vagabundo, durmiendo, lo más seguro
que raja de curado, pero le inspira lástima a una señora, que le deja una bolsa
con dos sopaipillas, que le acaba de comprar al señor del carrito que se ubica a
la salida del metro. El aire está atestado de olor a sopaipillas y aceite
quemado, reutilizado quizá cuantas veces. Julio sale del metro y enciende un
cigarrilo, le gusta fumar Marlboro corriente, le recuerdan a su abuelo o a su
viejo - no recuerdo cuál de los dos era, pero estoy seguro que era uno de
ellos- guarda la cajetilla en el bolsillo de su camisa, junto a la peineta que
heredó de alguno de los dos caballeros que mencioné anteriormente. Cruza
rápidamente la avenida Santa María, siente que va atrasado, pero no sabe hacia
dónde va. Está en avenida La Paz, pasado la Pérgola de la Flores, piensa en esa
canción popular de la obra que lleva el mismo nombre que la pérgola y se
interna en el sector de la Vega, pero siempre por avenida La Paz. El aire es
denso en este sector, piensa. Una mezcla de la frescura de las frutas de
temporada en sus cajones, con el olor a transpiración de los primeros veguinos
que comienzan su jornada laboral, el olor a orina impregnado en los quioscos y
algunas murallas, el olor al café o té que toma la gente del sector; pero
domina un particular olor: el olor a fruta podrida. Esa fruta que se cae de los
cajones cuando es transportada, que es aplastada por las yeguas y carretas,
pisada por los transeúntes y trabajadores, que es lengüeteada por los perros
vagos del sector. Piensa en la vida sacrificada que lleva la gente que trabaja
ahí, desde temprano en la mañana comienzan a mover cajas, a cargar y mover las
yeguas con la fruta, sí, quizá sea esa manzana que estás comiendo ahora la que
transportó uno de estos caballeros hoy en la mañana o las uvas que estoy
comiendo mientras escribo esto. Julio, mientras camina observa todo esto, y
siente los aromas. Está preocupado, pero sigue caminando sin rumbo, paseando
por el sector de La Vega, por calles que no conoce, por calles que no sabe cómo
se llaman. Se da un par de vueltas y
regresa a avenida La Paz, en parte, para sentirse más tranquilo. Lo pone
nervioso caminar por lugares que no conoce, que no le son familiares, pero lo
está haciendo, no sabe por qué. Sabe que está preocupado, pero tampoco sabe por
qué. Creo que a veces hace bien estar preocupado y salir a vagar por la ciudad,
sin un rumbo fijo. Tal vez, en parte de su recorrido, Julio encuentre la
respuesta a su preocupación infundamentada.
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